domingo, 4 de diciembre de 2016

El roble de cristal

Vientos y tempestades han arrancado las raíces del roble rojo,
que, tras verse socavado, ha acabado por reconstruirse cada vez más cerca de parecerse a una estatua de cristal; dura e imperturbable en principio, pero realmente frágil y desgastada por los daños pasados.
Esa estatua de cristal siempre intenta mantener el equilibrio, como buena estatua, pero muchas personas se acercan a ella, la miran, la tocan y le derriten poco a poco su inestable corazón hasta que toda ella se agita.
Las estatuas  no se mueven, las estatuas no tiemblan, las estatuas no se inmutan, las estatuas no recuerdan, las estatuas no sienten, las estatuas no lloran.  Pero el roble, el roble rojo siente más que nadie la energía de la tierra y todo lo que ella conecta, encarna cada emoción en sus sensitivas hojas, por sus raíces incorpora las palabras y las imágenes que lo rodean; recuerda, pero no recuerda simplemente una serie de datos almacenados como lo haría un ordenador, no, recuerda sensaciones que han hecho estremecer hasta la más pequeña de sus hojas, recuerda el poder de una mirada, de una caricia, de un momento ridículo que se convierte en un momento  de una perfección surrealista. El roble rojo viaja de un lado a otro, regala una de sus hojas a cada ser que se acerca a él y le toca, de modo que vive en cada uno de ellos y los siente parte de sí mismo. Por eso el roble rojo comparte su vida entera, se regala a los demás abriendo todo su corazón; y siente, siente los latidos de todas sus hojas dispersas por el planeta y los sentirá siempre, porque esas hojas son inmortales. Sin embargo la estatua no es más que un armazón de hielo esquivo cuya única función es preservar y no dejar entrar, ni dejar salir.
Cuando el roble se convirtió en estatua de cristal, se comprometió a serlo: una estatua de cristal deja atrás lo que haga falta y despedaza todo aquello que amenaza con hacerla vulnerable. Pero la condena de esta estatua es precisamente no serlo; esta falsa estatua es un roble rojo, y vivir como una estatua va en contra de su propia naturaleza. Es por esto que la estatua solo siente odio, solo siente rencor, solo siente amargura y rabia; pero siente, y siente mucho, y siente tanto odio porque realmente siente, porque sabe que no puede olvidar, porque siente cada una de sus hojas y es una horrible tortura sentirlas con tanta intensidad y saber que ellas ni si quiera recuerdan que forman parte del árbol que es en realidad. La estatua llora de rabia, llora desconsoladamente como lo haría un roble colmado de tristeza, y es que eso es lo que ahora siente, tristeza, nada más que una profunda e insoportable tristeza, porque el recuerdo de los momentos maravillosos parece que ya solo permanece en su tronco.

¿Y por qué? Se pregunta la estatua, ¿por qué siento tanto yo que intento ser una estatua, y los demás árboles que no luchan contra su naturaleza sienten mucho menos?
¿Y cómo? Se pregunta la estatua, ¿cómo es posible que ellos no recuerden? ¿cómo es posible que hayan cogido mis hojas y las hayan hecho pedazos después de regalarles una parte de mi?
¿Cómo? ¿Cómo es posible que me miren a los ojos y no recuerden la magia que nos rodeaba por aquel entonces? ¿Cómo es posible que desprecien tanto los recuerdos? ¿Cómo es posible que hayan convertido en ardiente carbón las chispas de ilusión que yo sentía en mis entrañas?  Yo sigo mirando, con estos ojos de corcho que revelan mi auténtica estructura de madera, buscando que aún alguno conserve mis hojas y no descuartice todo lo que compartí, todo lo que di de mi, y lo transforme en sufrimiento.  Quiero gritar de dolor, quiero llorar de pena, quiero agarrarles a todos y vomitarles mis sentimientos, quiero saber si de verdad no recuerdan, quiero saber si de verdad ha cambiado tanto lo que sienten y piensan, porque no soporto la idea de que se desvanezca toda esa magia, me lleva a las tinieblas pensar que todo aquello que ha significado tanto para mí, no haya sido nada para aquellos a los que he amado y estén dispuestos a dejar que el viento lo arrastre hasta que se difumine en el tiempo y sea como si nunca hubiera pasado. Pero ser estatua no me deja, ser estatua me ayuda a callar, me ayuda a reprimir esa necesidad, me ayuda a hacerme dura cuando soy gelatina por dentro; y no pregunto. Prefiero no preguntar porque tengo miedo a darme cuenta de que nadie siente lo que yo siento, aunque ya me he dado cuenta, pero tengo miedo a escucharlo. Y eso es lo que hace realmente mi armazón de cristal, tapar el miedo, nada más; por eso no soy estatua, solo llevo una armadura de plata que esconde mi corazón de roble. Una armadura que no es impermeable a los recuerdos, pero que al menos cubre mi rostro cuando mis lágrimas escapan por envidia al olvido…. Aunque en realidad no quiero olvidar, lo que quiero es que no olviden, que mis hojas sigan latiendo en las ramas de otros árboles, como lo hacen las suyas en mis melancólicas ramas.
Aún recuerdo de vez en cuando uno de esos momentos que me causaban esa sensación tan cálida en mi pecho de sabia, y aunque llore sonrió, y me pregunto todos los días ¿cómo es posible, cómo es posible que hayamos llegado a esto?



Esa es la historia del roble de cristal, la estatua de madera que aún permanece en el bosque, rodeada de corrientes cantarinas que a veces parecen revelar silenciosos gritos como este.