Vientos
y tempestades han arrancado las raíces del roble rojo,
que,
tras verse socavado, ha acabado por reconstruirse cada vez más cerca de parecerse
a una estatua de cristal; dura e imperturbable en principio, pero realmente
frágil y desgastada por los daños pasados.
Esa estatua
de cristal siempre intenta mantener el equilibrio, como buena estatua, pero
muchas personas se acercan a ella, la miran, la tocan y le derriten poco a poco
su inestable corazón hasta que toda ella se agita.
Las
estatuas no se mueven, las estatuas no
tiemblan, las estatuas no se inmutan, las estatuas no recuerdan, las estatuas no
sienten, las estatuas no lloran. Pero el
roble, el roble rojo siente más que nadie la energía de la tierra y todo lo que
ella conecta, encarna cada emoción en sus sensitivas hojas, por sus raíces
incorpora las palabras y las imágenes que lo rodean; recuerda, pero no recuerda
simplemente una serie de datos almacenados como lo haría un ordenador, no,
recuerda sensaciones que han hecho estremecer hasta la más pequeña de sus hojas,
recuerda el poder de una mirada, de una caricia, de un momento ridículo que se
convierte en un momento de una
perfección surrealista. El roble rojo viaja de un lado a otro, regala una de
sus hojas a cada ser que se acerca a él y le toca, de modo que vive en cada uno
de ellos y los siente parte de sí mismo. Por eso el roble rojo comparte su vida
entera, se regala a los demás abriendo todo su corazón; y siente, siente los
latidos de todas sus hojas dispersas por el planeta y los sentirá siempre,
porque esas hojas son inmortales. Sin embargo la estatua no es más que un
armazón de hielo esquivo cuya única función es preservar y no dejar entrar, ni
dejar salir.
Cuando
el roble se convirtió en estatua de cristal, se comprometió a serlo: una
estatua de cristal deja atrás lo que haga falta y despedaza todo aquello que
amenaza con hacerla vulnerable. Pero la condena de esta estatua es precisamente
no serlo; esta falsa estatua es un roble rojo, y vivir como una estatua va en
contra de su propia naturaleza. Es por esto que la estatua solo siente odio,
solo siente rencor, solo siente amargura y rabia; pero siente, y siente mucho,
y siente tanto odio porque realmente siente, porque sabe que no puede olvidar,
porque siente cada una de sus hojas y es una horrible tortura sentirlas con
tanta intensidad y saber que ellas ni si quiera recuerdan que forman parte del
árbol que es en realidad. La estatua llora de rabia, llora desconsoladamente como
lo haría un roble colmado de tristeza, y es que eso es lo que ahora siente,
tristeza, nada más que una profunda e insoportable tristeza, porque el recuerdo
de los momentos maravillosos parece que ya solo permanece en su tronco.
¿Y por
qué? Se pregunta la estatua, ¿por qué siento tanto yo que intento ser una
estatua, y los demás árboles que no luchan contra su naturaleza sienten mucho
menos?
¿Y cómo?
Se pregunta la estatua, ¿cómo es posible que ellos no recuerden? ¿cómo es
posible que hayan cogido mis hojas y las hayan hecho pedazos después de
regalarles una parte de mi?
¿Cómo? ¿Cómo
es posible que me miren a los ojos y no recuerden la magia que nos rodeaba por
aquel entonces? ¿Cómo es posible que desprecien tanto los recuerdos? ¿Cómo es
posible que hayan convertido en ardiente carbón las chispas de ilusión que yo
sentía en mis entrañas? Yo sigo mirando,
con estos ojos de corcho que revelan mi auténtica estructura de madera,
buscando que aún alguno conserve mis hojas y no descuartice todo lo que
compartí, todo lo que di de mi, y lo transforme en sufrimiento. Quiero gritar de dolor, quiero llorar de pena,
quiero agarrarles a todos y vomitarles mis sentimientos, quiero saber si de
verdad no recuerdan, quiero saber si de verdad ha cambiado tanto lo que sienten
y piensan, porque no soporto la idea de que se desvanezca toda esa magia, me
lleva a las tinieblas pensar que todo aquello que ha significado tanto para mí,
no haya sido nada para aquellos a los que he amado y estén dispuestos a dejar
que el viento lo arrastre hasta que se difumine en el tiempo y sea como si
nunca hubiera pasado. Pero ser estatua no me deja, ser estatua me ayuda a
callar, me ayuda a reprimir esa necesidad, me ayuda a hacerme dura cuando soy
gelatina por dentro; y no pregunto. Prefiero no preguntar porque tengo miedo a
darme cuenta de que nadie siente lo que yo siento, aunque ya me he dado cuenta,
pero tengo miedo a escucharlo. Y eso es lo que hace realmente mi armazón de
cristal, tapar el miedo, nada más; por eso no soy estatua, solo llevo una
armadura de plata que esconde mi corazón de roble. Una armadura que no es
impermeable a los recuerdos, pero que al menos cubre mi rostro cuando mis
lágrimas escapan por envidia al olvido…. Aunque en realidad no quiero olvidar,
lo que quiero es que no olviden, que mis hojas sigan latiendo en las ramas de
otros árboles, como lo hacen las suyas en mis melancólicas ramas.
Aún recuerdo
de vez en cuando uno de esos momentos que me causaban esa sensación tan cálida
en mi pecho de sabia, y aunque llore sonrió, y me pregunto todos los días ¿cómo es posible, cómo es posible
que hayamos llegado a esto?
Esa es
la historia del roble de cristal, la estatua de madera que aún permanece en el
bosque, rodeada de corrientes cantarinas que a veces parecen revelar
silenciosos gritos como este.